Existe una relación bien definida y comprobada científicamente que evidencia que el afecto de los padres influye positivamente en la salud de los hijos.
Está comprobado que el afecto tiene consecuencias positivas en muchos aspectos de la salud del niño. Por ejemplo, contribuye a que los hijos estén mejor nutridos, con una alimentación más variada y rica, lo que a la larga se manifiesta en una menor tasa de obesidad, diabetes, y otras patologías. También tiene una repercusión muy relevante en los trastornos alimentarios. Las jóvenes con trastornos de anorexia o bulimia presentan más problemas en el tratamiento y un peor pronóstico cuando en su entorno se carece de cariño.
Los niños sin afecto tienen un sistema inmunitario más débil y contraen más infecciones. Esto se ve muy claramente en los antiguos orfanatos, donde los niños crecían en un entorno con un déficit crónico de afecto. En estas poblaciones se constató una mayor morbilidad por infecciones que, con el paso del tiempo, se ha comprobado que tiene relación con un debilitamiento del sistema inmunológico. Se ha comprobado que los niños que crecen con un entorno positivamente afectivo tienen un sistema inmunológico más fuerte, que los protege mejor de las infecciones y que, incluso, tienen una talla media más alta.
La manifestación del afecto de unos familiares con los niños, especialmente el de los padres, se puede dar de muy diversos modos: desde que nace, a través de la lactancia materna o del contacto ‘piel con piel’ tras el parto; posteriormente, con palabras, caricias, arrullos, haciendo sentir al pequeño que está seguro y protegido, etc. A medida que van creciendo, es muy importante hablar frecuentemente con ellos, respetando sus opiniones y escuchando sus preocupaciones. Igualmente, dar tiempo a los hijos, con un contenido adecuado, es darles afecto.
La importancia que tiene el afecto en la crianza de los hijos como una herramienta para la prevención de los comportamientos que, en la edad adulta, derivan en maltratos o en violencia de género. Los niños no aprenden todo de los sermones de los padres, sino que se fijan en el comportamiento que ven en el entorno en el que se crían. Los niños que padecen de manera continuada desprecio (con miradas, gestos o frases), maltratos o que están aislados en su propia familia, tienen un mayor riesgo de presentar un desarrollo psicológico desequilibrado.
El criarse en un ambiente violento o sin respeto, lleva al niño a interpretar que eso es lo normal, asimilándolo e interiorizándolo. Todo ello hace que haya una mayor probabilidad de que ese niño, una vez que ha crecido y sea adulto, manifieste actitudes violentas en su entorno familiar o de pareja.