Resulta bastante común definir la memoria como un arcón alojado en nuestro cerebro que sirve para guardar los recuerdos. Así, cuando algunos de esos recuerdos son requeridos, se recuperan intactos y de la misma manera se vuelven a guardar. Aunque resulte sorprendente, nada de eso puede estar más alejado de la realidad.
Uno de los campos más fascinantes en las neurociencias es la memoria humana, ya que es a través de ésta que podemos evaluar el pasado para actuar en el presente y planificar el futuro. ¿Qué es lo que recordamos exactamente? ¿El hecho tal cual sucedió? ¿Nuestra percepción del hecho? ¿El último recuerdo sobre el mismo hecho, es decir, recordamos nuestra propia memoria? ¿Recordamos de la misma manera a lo largo de toda nuestra vida?
A diferencia de lo que muchas veces se piensa, la memoria no es un fiel reflejo de aquello que pasó sino más bien un acto creativo, uno de los más creativos en el funcionamiento de nuestras mentes. Cada recuerdo se reconstruye de nuevo cada vez que se lo evoca. Aquello que recordamos, la imagen de un paisaje, una frase de nuestro abuelo, un aroma de nuestra adolescencia, está influido por el contexto que rodea esa acción de recuperación
La relación entre la memoria y el hecho que se recuerda es sumamente compleja y atrapante. Lo primero que debemos tener en cuenta es que cada memoria tiene un patrón de activación neuronal que es capaz de ponerse en funcionamiento incluso cuando el estímulo que originalmente lo provocó ha desaparecido. Este complejo proceso funciona así: la primera vez que percibimos un objeto, por ejemplo, un jarrón amarillo en la casa de nuestra abuela, dispara la activación conjunta y simultánea de un grupo determinado de neuronas. Si volvemos a ver el mismo elemento, el mismo grupo de neuronas se activará, a esto se sumará una cualidad fundamental de nuestro cerebro que hace que dos neuronas que normalmente se activan juntas, aumente la probabilidad de que, al activarse una se active también la otra.
Entonces ya no será necesario ver el jarrón para recordarlo. Solo con ver un color, el lugar donde estaba o una parte del mismo, será suficiente para evocar la representación completa del jarrón y la información con él asociada (el olor de la casa de nuestra abuela, su cara y hasta el sentimiento de comodidad que su casa nos provocaba).
Las estructuras cerebrales que están involucradas en la memoria autobiográfica alimentan a su vez circuitos neurales ligados con las emociones. La memoria es la capacidad para adquirir, retener, almacenar y evocar información. Existen diferentes tipos de memoria y cada una se asocia a estructuras neurales específicas. Llamamos «memoria autobiográfica» a la colección de los recuerdos de nuestra historia. Esta nos permite codificar, almacenar y recuperar sobre eventos experimentados de forma personal, con la particularidad de que, cuando opera, tenemos la sensación de estar «reviviendo» el momento. Ese componente personal le da una particularidad esencial a la memoria autobiográfica: está definida por lo episódico, es decir, podemos asignarle un tiempo y un espacio a cada una de nuestras memorias.
Cuando recordamos este tipo de eventos, no solo recordamos dónde fue y con quién estábamos, también los sentimientos y las sensaciones vividas. Esto tiene sentido porque las estructuras cerebrales que están involucradas en la memoria autobiográfica alimentan a su vez circuitos neurales ligados con las emociones. Los hechos autobiográficos con fuerte carga emocional se recuerdan más detalladamente que los hechos rutinarios con baja implicancia emocional. ¿Acaso no conservamos el recuerdo de qué estábamos haciendo el 11 de septiembre de 2001 por la mañana? Y el día siguiente, ¿también lo recordamos?
Cuando uno tiene un recuerdo almacenado en el cerebro y se expone a un estímulo que se relaciona con aquel evento, va a reactivar el recuerdo y a volverlo inestable nuevamente por un período corto de tiempo, para volver a guardarlo luego y fijarlo nuevamente en un proceso llamado «reconsolidación de la memoria». La evidencia científica indica que cada vez que recuperamos la memoria de un hecho, ésta se hace inestable otra vez permitiendo la incorporación de nueva información.
Cada vez que evocamos una memoria la recreamos y tenemos menos precisión del recuerdo original, por lo que podemos suponer que la memoria es el último recuerdo. Aunque suene contradictorio con el sentido común, la evidencia científica muestra que si uno tiene una memoria, cuanto más la usa, más la cambia.
La consolidación de la memoria a largo plazo exige la síntesis de proteínas en los caminos neuronales de la memoria, pero nadie sabía que también hacía falta una síntesis de proteínas después de recuperar un recuerdo, lo que implica que el recuerdo también se está consolidando en ese momento. Esto resultó una excelente pista bioquímica de que al menos algunos tipos de recuerdos hay que reescribirlos neuronalmente cada vez que se recuperan.
Estas nuevas evidencias abren interesantes debates en otras áreas del conocimiento, desde las teorías sociológicas hasta la práctica jurídica. Por ejemplo, ¿cuál es la «verdad y nada más que la verdad» que jura el testigo revelar cuando recuerda algún hecho si, como fue dicho, el contexto de un nuevo lugar y tiempo, o incluso el estado de ánimo, permiten que las memorias pueden integrar nueva información?
Al recordar, nos volvemos eximios creadores, ya que las memorias se reconstruyen cuando son evocadas.